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2017.07.10: Laura Rozenberg: Conversaciones con Manuel Sadosky- 1. De eso no se habla (parte 2 de 3)

1. De eso no se habla (parte 2 de 3)

—En su escritorio hay una foto antigua de su familia. Se los ve a todos reunidos en un patio. ¿Estaban en su casa?
Manuel Sadosky con los padres y hermanos
(foto suministrada por Hugo Scolnik)

—Sí, ese era el patio de nuestra casa, en la esquina de Moreno y Urquiza, frente a la Escuela Normal. La zapatería ocupaba la ochava y la entrada familiar era por Moreno 3084. Era una casa muy linda, con una escalera en caracol que daba a una terraza. En la foto estamos todos. El día que vino el fotógrafo sacamos afuera la alfombra de la zapatería para engalanar el patio. Nos pusimos lo mejor que teníamos pero, si mira bien, tal vez se note que mis medias estaban bastante remendadas…

—Imposible. Le aseguro que en la foto no se nota nada.
Harrods (1914)

—Bueno, pero créame que es como yo digo. A mi derecha, en la foto, se encuentra Delia, mi hermana mayor, que era la belleza de la familia. En la foto se puede apreciar. Fue la única que no siguió estudiando porque tenía que ayudar a mamá. ¡Era la mayor y nosotros éramos siete! Por suerte, después consiguió un buen empleo en Harrods y gracias a eso tuve mis primeras vacaciones, nos fuimos juntos a Mar del Plata.

—¿Hasta cuándo vivieron en esa casa?

—Hasta 1925. Al parecer, habían construido el techo con tirantes de madera que se pudrieron con el tiempo. Un día se hundió todo y por eso tuvimos que mudarnos. Mi hermano Luis y yo fuimos a dormir a la pieza de un amigo en un conventillo, y nos resultó una experiencia interesante porque vimos que había gente que tenía más dificultades que nosotros. De ahí, antes de pasar a Boedo e Independencia, nos mudamos a Villa Luro, un barrio muy alejado del centro, así que para ir a la escuela teníamos que viajar en tren con un abono para estudiantes. Pero la ventaja era que al lado de mi casa teníamos canchas de fútbol, o canchitas, como decíamos en aquella época.

—Con los ingresos del taller de confección y reparación de zapatos, su padre, que hablaba poco el castellano, debía mantener a una familia de siete hijos. ¿Cómo sobrellevaban las dificultades económicas?

Manuel Sadosky en el Mariano Acosta, 1931
(foto suministrada por Hugo Scolnik)
Abajo, Manuel Sadosky el cuarto de izquierda a derecha.

—Bueno, todos ayudábamos en algo y además no éramos pretenciosos. Yo 
mismo dictaba clases particulares, no me resultaba nada difícil tener lo necesario para el estudio. Le hacíamos las cuentas al repartidor del pan y a cambio él nos daba facturas. Era un rebusque habitual. Pero también solíamos llevar dibujos al negocio de empanadas “Franco” y el dueño, por cada dibujo, nos regalaba una empanada. Aceptábamos las tareas con entusiasmo. Era una época en que los negocios y las empresas pedían cadetes. Uno de mis hermanos fue a trabajar a un estudio de abogados. Otro se empleó con un martillero público. Otro, en una quesería. Francisco, que era maestro de vocación, trabajaba con un importador de vigorizantes masculinos… el producto se llamaba Herculina.

—Interesante, porque se ve que tenían conciencia de que cualquier trabajo es digno si se lo toma con responsabilidad. Finalmente, a los diez y siete años, usted funda una academia, o algo así. ¿Era un proyecto ambicioso?

—Más que ambicioso era novedoso. Debe haber sido una de las primeras academias de apoyo que hubo en los barrios porteños. Se llamó Instituto Argentino de Enseñanza y dábamos clases mi hermana Juana y yo. Nos hicimos buena fama; nos llegaban alumnos recomendados por los propios maestros.

—Varios de sus hermanos tenían vocación docente.


Alicia Moreau de Justo
—Así es, por empezar Francisco, que si bien se recibió de abogado, fue maestro en una escuela primaria de Mataderos. Por su parte, Juana tenía una memoria formidable. Su profesora de Higiene fue nada menos que Alicia Moreau de Justo, que era médica. Ella tenía la modalidad de pedirles a los alumnos que prepararan una clase especial, y en cierta oportunidad le encargó a Juana el tema de la tuberculosis. Mi hermana fue a hablar con un médico amigo quien le dio una explicación que ella grabó en su mente del principio al fin. También tenía un profesor de Historia que no estaba de acuerdo con Mitre, y así empezamos a comprender que “no había una sola historia”. Mi hermano Luis también mantenía sus inclinaciones didácticas. Me acuerdo de que una vez enseñó taxidermia en la escuela porque había hecho un curso en el Museo de Ciencias Naturales, que por entonces quedaba en Perú y Alsina. Eran los tiempos del director Doello Jurado. Mi hermano, mientras aprendía las técnicas de disección, se enteraba de las peleas de la época de Burmeister y de las historias de los hermanos Florentino y Carlos Ameghino.

Museo de Ciencias Naturales, por entonces
quedaba en Perú y Alsina... (foto 1916)
—Las familias judías daban mucha importancia a la educación de los hijos. La suya, en este sentido, no fue una excepción. En mayor o menor grado, todos sus hermanos se inclinaron por la docencia. ¿Cómo descubrieron ese interés? ¿Partía de la familia o de la escuela?

—Mis padres no se hubiesen animado a inducirnos nada. Eran muy modestos y aceptaban nuestras decisiones. Lo que sí había en casa era un enorme respeto por la cultura. Los mayores enseñaban a los menores y, en general, todos compartíamos los conocimientos, había una gran comunión. Antes de pasar por
los grados superiores yo ya sabía muchas cosas.

—El conocimiento se compartía entre los hermanos, pero también sus padres debieron beneficiarse con el intercambio.

—¡Desde luego! Ellos aprendieron de nosotros nada menos que el castellano. Lo interesante es que este fenómeno se ha repetido invariablemente en todas las casas de inmigrantes: los hijos, que iban a la escuela y aprendían el idioma nacional, después terminaban enseñándoselo a los padres. Esa fue una
característica notable de principios de siglo en el país.

—¿Los suyos hablaban el ruso?


Afortunadamente hubo algunos judíos
visionarios, como el barón Hirsch, que
fomentó la inmigración a la Argentina...
—Hablaban más el idish que el ruso. Habían dejado Ucrania en plena época de los pogroms, donde entraban los cosacos y hacían desquicios, violaban a las mujeres, decapitaban a los hombres… Afortunadamente hubo algunos judíos visionarios, como el barón Hirsch, que fomentó la inmigración a la Argentina, construyendo las colonias de los famosos “gauchos judíos”. La mayoría se instaló en Entre Ríos y en Santa Fe… No sé la razón por la que mis padres se radicaron en Buenos Aires. Mi padre, Note Sadosky, era, según me contaron, del mismo pueblo de Marc Chagall, cuyo nombre desconozco, un pequeño pueblo que después perteneció a Lituania. Era un hombre morocho, más bien bajo, de perfil bien lituano. En cambio, mi mamá era de Ucrania, de la zona hullera de Ekaterinaslav, cerca del río Dnieper, según está escrito en una foto que trajeron de allá. Ella se llamaba Minie, un nombre idish. Minie Schteingart. 

—¿Cómo los recuerda?

—Mamá tenía cabellos oscuros y tez clara, pero no los ojos celestes de sus hijos que, por lo demás, se parecían mucho a ella. La recuerdo hermosa y con una gran capacidad de trabajo. No fue feliz durante su infancia; no le gustaba recordar el pasado, pero no obstante era muy vital, contagiaba alegría. Decía que el ser humano había nacido para ser sociable y así nos educó. A veces tenía ataques de asma. Recuerdo la desesperación de Delia por ponerle ventosas. Eso de las ventosas es algo que hoy en día ya no se usa, por suerte. Pero con todo, mamá era una persona muy animada. A mí me parecía mayor, prácticamente había desaparecido como individuo, consagrándose al hogar. La lengua creaba dificultades en el diálogo. Pero de cualquier forma, era muy curiosa, siempre estaba interesada en saber qué hacíamos y se ponía muy contenta cuando llevábamos gente a casa. Nosotros éramos siete y cada uno tenía por lo menos un amigo, así que cuando nos quedábamos a comer éramos un batallón. Ella prefería eso a que saliéramos, aunque en mi caso estar afuera significara jugar a la pelota en la esquina.

—¿Y su padre?

—Papá era un hombre muy trabajador pero mal comerciante. A veces no le pagaban, y como no sabía reclamar salía perdiendo. Por eso, cuando fuimos un poco mayorcitos, vimos que cada uno podía hacer algo para ayudar y lo convencimos de que terminara con el negocio. Cuando vinieron al país, papá sabía leer, pero mamá no, así que nosotros nos encargamos, especialmente
Juana, de enseñarle a leer y a escribir en castellano.

—Entre los muchos relatos de los inmigrantes, hay uno que cobra dimensiones míticas, y es el relato de la partida y el desembarco. A menudo se trata de historias trágicas, donde hubo que abandonar el país de origen por la fuerza o huyendo de persecuciones para llegar a unas tierras desconocidas y lejanas. Allí, prácticamente, la familia vuelve a fundarse en una confluencia de la cultura que se dejó atrás con la del país que la acoge. A la distancia, parece una proeza que familias numerosas y sin medios económicos hayan podido adaptarse y prosperar con tantas dificultades. ¿Recuerda el relato de sus padres?

—Mis padres desembarcaron en Buenos Aires en 1905. Traían como único equipaje un baúl, y eso lo destacaban porque, como se decía en casa un poco en broma, nosotros no descendimos de los zares, sino de la última bodega de un barco repleto de inmigrantes pobres. Ellos partieron de Bielorrusia en plena guerra con el Japón. En el fondo del baúl, viajaban los atributos sacros: los candelabros, la Torá, y los acolchados de plumas. No trajeron mucho más. Llegaron con tres hijos, la mayor de los cuales era Juana, pero en el pasaporte quedó anotada como María, quizá porque nuestra madre no comprendía una
palabra de castellano y cuando llegaron al puerto y le preguntaron el nombre, no supo qué decir. Lo cierto es que esto fue el principio de un extraño cambio de nombres.

—¿Cambio de nombres?

—Sí, porque después nació Israel, ya estando en la Argentina, pero para ese entonces papá trabajaba con unos españoles que lo empezaron a llamar Francisco, y ese es el nombre que le quedó a mi hermano. El siguiente fue Abraham, pero le decíamos Carlos, mientras que a David lo llamábamos Luis, o Loro. La única que mantuvo el nombre original fue Esther, la menor.

—¿O sea que a usted también le cambiaron el nombre?

—En cierta forma sí. Yo estoy anotado como Manuel, pero al parecer debí ser Lázaro.

—¿Y por qué no le pusieron Lázaro?

—No lo sé.

—Podría pensarse que hubo una intención de sus padres de disimular el origen judío de sus hijos a través de nombres gentiles.

—No, en absoluto.

—Bueno, Manuel, no me queda muy claro esto, y no sé por qué sospecho que no me está contando toda la historia. Pero cambiemos de tema si así lo desea.

—Le reitero que no hubo ninguna doble intención. ¿Qué más quiere saber de mí?

—Déjeme pensar algo más sencillo. Por ejemplo, ¿qué valores cree que sus padres trataron de transmitirles a sus hijos?

—La fe en el futuro y el entusiasmo. Yo era muy tímido y callado, después cambié. Y no podía ser de otro modo, mi casa era una casa muy alegre.

—Esa es una gran suerte. El buen humor no siempre estuvo presente en las familias de inmigrantes judíos, como si los años de hambre y persecución hubiesen dejado un sello imposible de superar. Me pregunto cómo debió ser la convivencia entre tantos hermanos. ¿Cómo se llevaba con ellos?

—Muy bien, éramos muy compañeros. Dos mujeres, después cuatro varones seguidos y Esther, la más chica. Éramos una escalera casi perfecta, nos llevábamos dos años de diferencia, aunque con Luis estábamos más cerca, él era un año y medio mayor que yo y por eso era el que me iniciaba en todo. Con
él fui por primera vez al teatro y también al prostíbulo. Íbamos por la recova del Paseo Colón, donde había bares para marineros que, en lugar de videogames, como ahora, tenían maquinitas que pasaban fotos pornográficas. Por eso, Raúl González Tuñón escribió una poesía que dice: “Si quieres ver la vida color de rosa, echa veinte centavos en la ranura”. A veces íbamos al balneario de la Costanera Sur; no había demasiado control pero tampoco estaba tan sucio como ahora.

—Usted transmite un permanente optimismo, se define como un hombre de suerte y, sin embargo, vivió épocas muy penosas. ¿Cómo lo explica?


M. Sadosky y Cora en el zoo de Roma
(foto suministrada por Hugo Scolnik)
—Durante toda la vida nuestro espíritu ha sido ese. De solteros y de casados. Con Cora, mi primera esposa, no dejamos de ser optimistas ni siquiera en el exilio.

—¿También es producto de su visión entusiasta el recuerdo positivo que mantiene de la escuela pública? Siempre habla bien de ella.

—No, esa es una realidad, no una visión subjetiva. Pero sí es cierto que la calidad de la escuela decayó. Y no sólo en los últimos tiempos. Yo siempre hago una distinción: para mí, hubo un antes y un después de 1930. Un antes y un después del golpe de Uriburu.

—¿Cómo describiría ese cambio?

(Continuará)

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